Carta De Un Padre (180)

24 octubre 2008

Era una mañana como cualquier otra. Yo, como siempre, me hallaba de mal humor.

Te regañé porque te estabas tardando demasiado en desayunar, te grité porque no parabas de jugar con los cubiertos y te reprendí porque masticabas con la boca abierta.

Comenzaste a refunfuñar y entonces derramaste la leche sobre tu ropa. Furioso te levanté por el cabello y te empujé violentamente para que fueras a cambiarte de inmediato.

Camino a la escuela no hablaste. Sentado en el asiento del auto llevabas la mirada perdida. Te despediste de mí tímidamente y yo sólo te advertí que no te portaras mal.

Por la tarde, cuando regresé a casa después de un día de mucho trabajo, te encontré jugando en el jardín. Llevabas puestos tus pantalones nuevos y estabas sucio y mojado. Frente a tus amiguitos te dije que debías cuidar la ropa y los zapatos, que parecía no interesarte mucho el sacrificio de tus padres para vestirte.

Te hice entrar a la casa para que te cambiaras de ropa y mientras marchabas delante de mi te indiqué que caminaras erguido. Más tarde continuaste haciendo ruido y corriendo por toda la casa.

A la hora de cenar arrojé la servilleta sobre la mesa y me puse de pie furioso porque no parabas de jugar. Con un golpe sobre la mesa grite que no soportaba más ese escándalo y subí a mi cuarto. Al poco rato mi ira comenzó a apagarse. Me di cuenta de que había exagerado mi postura y tuve el deseo de bajar para darte una caricia, pero no pude.

¿Cómo podía un padre, después de hacer tal escena de indignación, mostrarse sumiso y arrepentido?

Luego escuche unos golpecitos en la puerta. "Adelante" dije adivinando que eras tú. Abriste muy despacio y te detuviste indeciso en el umbral de la habitación. Te mire con seriedad y pregunté: ¿Te vas a dormir?, ¿vienes a despedirte?

No contestaste. Caminaste lentamente con tus pequeños pasitos y sin que me lo esperara, aceleraste tu andar para echarte en mis brazos cariñosamente. Te abracé y con un nudo en la garganta percibí la ligereza de tu delgado cuerpecito. Tus manitas rodearon fuertemente mi cuello y me diste un beso suavemente en la mejilla. Sentí que mi alma se quebrantaba.

"Hasta mañana papi" dijiste. ¿Qué es lo que estaba haciendo? ¿Por qué me desesperaba tan fácilmente? Me había acostumbrado a tratarte como a una persona adulta, a exigirte como si fueras igual a mí y ciertamente no eras igual. Tú tenías unas cualidades de las que yo carecía: eras legítimo, puro, bueno y sobretodo, sabías demostrar amor. ¿Por qué me costaba tanto trabajo?, ¿Por qué tenía el hábito de estar siempre enojado? ¿Qué es lo que me estaba aburriendo? Yo también fui niño. ¿Cuándo fue que comencé a contaminarme?

Después de un rato entré a tu habitación y encendí una lámpara con cuidado. Dormías profundamente. Tu hermoso rostro estaba ruborizado, tu boca entreabierta, tu frente húmeda, tu aspecto indefenso como el de un bebé. Me incliné para rozar con mis labios tu mejilla, respiré tu aroma limpio y dulce. No pude contener el sollozo y cerré los ojos. Una de mis lágrimas cayó en tu piel. No te inmutaste. Me puse de rodillas y te pedí perdón en silencio. Te cubrí cuidadosamente con las cobijas y salí de la habitación.

Si Dios me escucha y te permite vivir muchos años, algún día sabrás que los padres no somos perfectos, pero sobre todo, ojala te des cuenta de que, pese a todos mis errores, te amo más que a mi vida.


Autor: Anónimo



Suerte tienen muchos padres, que los niños, niños son y no sufren de su misma cultura adultista.

Que no sea necesario que un niño sin rencor y sin intención que te idolatra, te haga sentir remordimientos de tus carencias.

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