La Peregrinación (744)

12 abril 2011

Dos monjes habían emprendido una larga peregrinación para visitar los lugares más sagrados. Uno de ellos era muy joven y el otro de avanzada edad. Antes de que los monjes partieran del monasterio, el abad se había reunido con el monje de más edad y le había dicho:

Cada vez que lo creas oportuno, instruye adecuadamente a tu compañero. Que no se limite a visitar los lugares santos, porque si la mente no se va purificando y liberando de condicionamientos, ¿de qué sirven todas las peregrinaciones del mundo? La santidad está en la mente, si se recobra, y no fuera de ella.

Caminaban diligentemente los dos monjes de uno a otro lugar santo, visitando monasterios, comunidades espirituales, templos, santuarios y sitios reputados por su espiritualidad.

Pero no olvides nunca- previno el monje de más edad a su compañero – que no hay peregrinación superior a aquella que efectuamos a la mente serena dentro de nosotros a través de la meditación.

Pero el joven sonrió autosuficiente, sin dar crédito a las palabras de su compañero, porque le divertía ir de un lado a otro y, sin embargo, no quería sentarse como un santurrón en meditación. Así transcurrían los días y el monje más joven nunca meditaba, en tanto que el monje mayor lo hacía todas las noches. Después de unas semanas, este último preguntó:

-¿Que tal se encuentra tu mente?

-¿A qué viene esa pregunta?, gritó muy molesto el monje joven. Mi mente está perfecta, equilibrada, calma.

-Pues te felicito por ello- dijo el monje mayor.

Una tarde, los monjes estaban reposando en un agradable bosquecillo. El sol declinaba lentamente y el silencio era como un bálsamo para los sentidos. Los monjes se dispusieron a tomar el último alimento del día y, para ello, se sentaron en el suelo con sus respectivas escudillas.

Abrieron la tartera, que incluía dos piezas de alimento: una más grande que la otra. El monje mayor alargó la mano y se apropió de la grande.

Enfurecido, el monje joven, protestó:

¡Que descaro! ¡Me parece increíble tu comportamiento! No has dudado ni por un momento en coger el trozo más grande.

Así es, repuso apaciblemente su compañero.

¡Es una vergüenza! ¡No tienes ninguna consideración! ¡Y encima no te disculpas!

Sosiégate. Dijo el monje mayor en un dulce tono de voz. Dime ¿tu que hubieras hecho?

Te aseguro que yo hubiera elegido el trozo pequeño.

Entonces, ya lo tienes. ¿Dónde está el problema?

La paz interior hay que labrarla momento a momento. Cuando la mente logra situarse en su “punto de equilibrio y quietud”, podrá mantenerse firme en cualquier situación y ante cualquier circunstancia, sin generar sufrimiento sobre el sufrimiento ni añadir tensión a la tensión.


Autor: Anónimo

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