Carta A Mi Médico (301)

21 febrero 2009

Querido doctor Biot:

Cuando era niño, me gustaba, como a todos los niños, estar enfermo. Fue entonces cuando, por primera vez, oí pronunciar aquella palabra que tantas veces encontraría en mi vida como signo de gran dignidad: la palabra «doctor».

Tanto para mí como para los otros niños, el doctor era el ser mágico por excelencia: el ser que adivina, alivia y conforta; y, para uno de mi edad, aquel que se hallaba cerca del abuelo o de la abuela en el momento del último respiro.

En aquel tiempo pensaba que el doctor, estando presente tanto en el inicio como en el final de la vida, era el hombre que conocía todos los secretos de la vida y de la muerte. Y a la edad de diez años, ya ambicioso, mi sueño era el de convertirme un día en médico yo también.

¡Cómo me falta, querido doctor! Durante tres años —hasta la muerte—, usted me ha cuidado y sanado. Y desde entonces no he podido encontrar un médico semejante a usted.

Lo que me acercó a usted —al punto de haberse convertido en mi amigo— es el hecho de que, además de médico, era usted un verdadero filósofo. Abrigaba la idea contraria a la del famoso Doctor Knock, de Jules Romains, a quien había ido a aplaudir al teatro, según la cual todo hombre sano es un enfermo que no sabe que lo es. Usted me ha enseñado, por el contrario, que todo hombre que se lamenta de sus sufrimientos es un hombre sano que ignora serlo. Esta era, por otra parte, la teoría de Hipócrates y la de los grandes médicos chinos. Por lo tanto, su convicción era la de que el médico es aquel que impide que uno se enferme y al que ya no es necesario consultar —ni pagar— cuando se ha caído en cama. El médico debe enseñarnos la higiene, es decir, el arte de no enfermarse. Querido doctor Biot, usted enseña la sabiduría de la que es necesario dar prueba para no estar nunca enfermo. Esta era su medicina y ésta, también, su filosofía.

Otra de sus ideas era que el cansancio no proviene de aquello que se hace. Lo que se hace, si se realiza a fondo, con pasión y con toda el alma, no cansa nunca. Lo que cansa es el pensamiento de lo que no se hace.

Es usted, doctor, quien me enseñó que yo estaba hecho para el surmenage. Era, y lo soy aún, un gran nervioso. No sé hacer nada. «Sobre todo, sobre todo —insistía usted cuando lo llamaba a casa— «no debe fatigarse: se enfermaría». Después daba usted su consejo médico: «Cuando repose, repose a fondo; cuando se distraiga, distráigase a fondo, y cuando coma o beba, hágalo a fondo igualmente».

Solía decirme que el gran secreto de la felicidad, el arte supremo de la vida, era practicar eso que los místicos llaman «abandono». Bergson me dio un consejo similar cuando me dijo un día: «De ahora en adelante he decidido hacer sin fatiga lo que en otro tiempo hacía con ella». Era la regla de Santa Teresa del Niño Jesús y la de todos los grandes místicos. De este modo, para estar bien, usted prescribía simplemente suprimir la fatiga.

Me citaba a menudo estas palabras de Goethe: «Sufro por lo que no sucederá y tengo miedo de perder lo que no he perdido».

Usted fue un precursor. Había entendido —medio siglo antes que los demás— que la era en la que entrábamos sería una era en la que los problemas de salud y de equilibrio entre el alma y el cuerpo serían los principales problemas. Antes que los otros intuyó que ninguna acción era buena si no encarnaba un pensamiento, que todo pensamiento implicaba una ética y que toda ética implicaba a su vez una filosofía superior o una religión.

Su cualidad principal era la de estar disponible a cualquier hora del día. Era devoto, gentil, jovial. Ponía en todo esa mezcla de ironía y amor llamada humorismo. Contra lo que podría creerse, el humorismo no está muy lejos del amor: el humorismo es el amor oculto bajo el velo de la ironía.

Al término de su visita, usted escribía sobre un papel finísimo la receta: «Ninguna cura porque no hay nada que curar». Un día, en la parte inferior de la hoja, escribió: «Oportuno el uso del bastón». Desde entonces el bastón no me ha abandonado nunca. Estaba usted en lo cierto: el bastón es como un gentil compañero, mudo y dulce, que me une al suelo.

Hoy, dado que el número de mis años se acerca al siglo, me pregunto a veces cuáles son los consejos que me daría para ayudarme a envejecer como se debe.

Entonces vienen a mi mente dos consideraciones suyas: «Envejecer significa tener todas las edades». Y ésta otra: «Envejecer significa ver a Dios más de cerca».

Doctor, usted tiene razón.


Autor: Jean Guitton



Hay varias máximas a destacar en esta entrada pero me cautivó una en especial, por sencilla, real y soberbia: «Envejecer significa tener todas las edades»

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