John Blanchard entró a una biblioteca en Florida, tomo un libro de un estante y se sintió intrigado, no por el contenido del libro, sino por las notas escritas a lápiz en el margen. La suave letra reflejaba un alma pensativa y una mente lucida. En la primera pagina del libro descubrió el nombre de la antigua propietaria del libro, Miss Hollis Maynell. Invirtiendo tiempo y esfuerzo, consiguió su dirección. Ella vivía en la ciudad de Nueva York. Le escribió una carta presentándose e invitándola a cartearse.
Al día siguiente, sin embargo, fue embarcado a ultramar para servir en la Segunda Guerra Mundial. Durante el año y el mes que siguieron, ambos llegaron a conocerse a través de su correspondencia. Cada carta era una semilla que caía en un corazón fértil; un romance comenzaba a nacer. Blanchard le pidió una fotografía, pero ella se rehusó. Ella pensaba que si el realmente estaba interesado en ella, su apariencia no debía importar. Cuando finalmente llego el día en que el debía regresar de Europa, ambos fijaron su primera cita a las siete de la noche, en la estación de trenes de Nueva York.
Ella escribió: Me reconocerás por la rosa roja que llevare puesta en la solapa. El escribió: Llevare el libro en mis manos. Así que a las siete en punto, el estaba en la estación, buscando a la chica cuyo corazón amaba, pero cuya cara desconocía.
De pronto, una joven se dirigía a John, su figura era larga y delgada, su cabello rubio caía hacia atrás en rizos, sus ojos eran tan azules como flores, sus labios y su barbilla tenían una firmeza amable y, enfundada en su traje verde claro, era como la primavera encarnada.
Comenzó a caminar hacia ella, olvidando por completo que debía buscar una rosa roja en su solapa. Al acercarse, una pequeña y provocativa sonrisa curvo sus labios. ¿Vas en esa dirección, marinero?, le dijo. Casi incontrolablemente, John dio un paso para seguirla y en ese momento vio a Hollis Maynell. Estaba parada casi detrás de la chica. Era una mujer de más de cuarenta años, con cabello entrecano que asomaba bajo un sombrero gastado. Era bastante llenita y sus pies, anchos como sus tobillos, lucían unos zapatos de tacón bajo.
La chica del traje verde se alejaba rápidamente. Se sintió como partido en dos, tan vivo era su deseo de seguirla y, sin embargo, tan profundo era su anhelo por conocer a la mujer cuyo espíritu le había acompañando tan sinceramente y que se confundía con el de el.
Y ahí estaba ella. Su faz pálida y regordeta era dulce e inteligente y sus ojos grises tenían un destello cálido y amable. No dudo más. Sus dedos afianzaron la gastada cubierta de piel azul del pequeño volumen que haría que ella lo identificara. Esto no seria amor, pero seria algo precioso, algo quizá aun mejor que el amor: una amistad por la cual yo estaba y debía estar siempre agradecido, pensó John. Se cuadro, saludo y le extendió el libro a la mujer, a pesar de que sentía que, al hablar, le ahogaba la amargura de su desencanto. Soy John Blanchard, y usted debe ser Hollis. Estoy muy contento de que pudiera usted acudir a nuestra cita. ¿Puedo invitarla a cenar? La cara de la mujer se ensancho con una sonrisa tolerante. No se de que se trata todo esto, muchacho, respondió, pero la señorita del traje verde que acaba de pasar me suplico que pusiera esta rosa en la solapa de mi abrigo. Y me pidió que, si usted me invitaba a cenar, por favor le dijera que ella lo esta esperando en el restaurante que esta cruzando calle. Dijo que era algo así como una prueba.
Reflexión: No es difícil entender y admirar la sabiduría de Miss Maynell. La verdadera naturaleza del corazón se descubre en su respuesta a lo que no es atractivo. No nos dejemos guiar únicamente por las apariencias. Dime a quien amas y te diré quien eres.
Autor: Anónimo
Hay un pequeño paso de la euforia al desencanto que se produce al reconocerse por primera vez mutuamente.
Si, la naturaleza del corazón no entiende de atractivos, pero el amor de pareja requiere atracción física, sino es solo de afecto.
Cuida los detalles porque el amor no se puede forzar y tampoco es estático e inmutable.
Al día siguiente, sin embargo, fue embarcado a ultramar para servir en la Segunda Guerra Mundial. Durante el año y el mes que siguieron, ambos llegaron a conocerse a través de su correspondencia. Cada carta era una semilla que caía en un corazón fértil; un romance comenzaba a nacer. Blanchard le pidió una fotografía, pero ella se rehusó. Ella pensaba que si el realmente estaba interesado en ella, su apariencia no debía importar. Cuando finalmente llego el día en que el debía regresar de Europa, ambos fijaron su primera cita a las siete de la noche, en la estación de trenes de Nueva York.
Ella escribió: Me reconocerás por la rosa roja que llevare puesta en la solapa. El escribió: Llevare el libro en mis manos. Así que a las siete en punto, el estaba en la estación, buscando a la chica cuyo corazón amaba, pero cuya cara desconocía.
De pronto, una joven se dirigía a John, su figura era larga y delgada, su cabello rubio caía hacia atrás en rizos, sus ojos eran tan azules como flores, sus labios y su barbilla tenían una firmeza amable y, enfundada en su traje verde claro, era como la primavera encarnada.
Comenzó a caminar hacia ella, olvidando por completo que debía buscar una rosa roja en su solapa. Al acercarse, una pequeña y provocativa sonrisa curvo sus labios. ¿Vas en esa dirección, marinero?, le dijo. Casi incontrolablemente, John dio un paso para seguirla y en ese momento vio a Hollis Maynell. Estaba parada casi detrás de la chica. Era una mujer de más de cuarenta años, con cabello entrecano que asomaba bajo un sombrero gastado. Era bastante llenita y sus pies, anchos como sus tobillos, lucían unos zapatos de tacón bajo.
La chica del traje verde se alejaba rápidamente. Se sintió como partido en dos, tan vivo era su deseo de seguirla y, sin embargo, tan profundo era su anhelo por conocer a la mujer cuyo espíritu le había acompañando tan sinceramente y que se confundía con el de el.
Y ahí estaba ella. Su faz pálida y regordeta era dulce e inteligente y sus ojos grises tenían un destello cálido y amable. No dudo más. Sus dedos afianzaron la gastada cubierta de piel azul del pequeño volumen que haría que ella lo identificara. Esto no seria amor, pero seria algo precioso, algo quizá aun mejor que el amor: una amistad por la cual yo estaba y debía estar siempre agradecido, pensó John. Se cuadro, saludo y le extendió el libro a la mujer, a pesar de que sentía que, al hablar, le ahogaba la amargura de su desencanto. Soy John Blanchard, y usted debe ser Hollis. Estoy muy contento de que pudiera usted acudir a nuestra cita. ¿Puedo invitarla a cenar? La cara de la mujer se ensancho con una sonrisa tolerante. No se de que se trata todo esto, muchacho, respondió, pero la señorita del traje verde que acaba de pasar me suplico que pusiera esta rosa en la solapa de mi abrigo. Y me pidió que, si usted me invitaba a cenar, por favor le dijera que ella lo esta esperando en el restaurante que esta cruzando calle. Dijo que era algo así como una prueba.
Reflexión: No es difícil entender y admirar la sabiduría de Miss Maynell. La verdadera naturaleza del corazón se descubre en su respuesta a lo que no es atractivo. No nos dejemos guiar únicamente por las apariencias. Dime a quien amas y te diré quien eres.
Autor: Anónimo
Hay un pequeño paso de la euforia al desencanto que se produce al reconocerse por primera vez mutuamente.
Si, la naturaleza del corazón no entiende de atractivos, pero el amor de pareja requiere atracción física, sino es solo de afecto.
Cuida los detalles porque el amor no se puede forzar y tampoco es estático e inmutable.
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